No tener Héroes es cansado. De pequeña me aburrían, quizá porque eran demasiado perfectos, demasiado pulidos, demasiado resplandecientes. O porque ya empezaba a sospechar que acabaría siendo más de contradicciones que de finales redondos y felices. El caso es que no, no me interesaban los salvadores del mundo, ni de nada, y prefería todo el amor-odio de Lisa Simpson por Stacey Malibu. El caso es que, con el tiempo, las zonas grises tienden a expandirse y abarcarlo todo. La crítica sin fin deriva, a veces, en ese pegajoso escepticismo posmoderno que lo abarca todo a modo de gran lodazal. Y cansa, cansa mucho. Por eso con el tiempo he tomado la decisión consciente de creer, de apagar a ratos la bombilla roja de las alarmas, las dobleces sin fin de los matices y saber que hay cosas que están bien y cosas que están mal, que hay gente mala y gente buena. Me permito el lujo de admirar con ganas a mis héroes particulares y despreciar profundamente a los malos. Edward Snowden tenía todas las características para convertirse en uno los primeros y el pulso de Laura Portias ha contribuido a elevarlo sin duda a esa categoría. La cineasta relata en tiempo real los encuentros que mantuvieron ella y el periodista Glenn Greenwald con Snowden en una habitación de Hong Kong, el momento crucial en el que el ex empleado de la CIA y la NSA está a punto de revelar al mundo la escalofriante trama de vigilancia ilegal orquestada por el gobierno de Estados Unidos a partir del 11S. Hay una cuidada sensibilidad que se muestra en la ausencia de efectismo y la crudeza íntima de lo que no lleva adornos a la hora de contar lo que luego leímos en los titulares de toda la prensa internacional.
Citizenfour ahonda en lo que no se cuenta en la prensa. Es una dosis de periodismo del bueno y una lección antiegos de la que andamos cortos en este momento de ombligos sin fin. Es también un ejercicio que obliga a replantearse el concepto de éxito. Y, según este nuevo planteamiento, una historia de finales redondos y felices, donde los buenos ganan y cocinan, con la conciencia tranquila, detrás de una ventana anónima e iluminada en da igual qué lugar del mundo. Eso sí, con muchos matices después del the end.