Entrar en la Sala Alcalá 31, ocupada por Marina Núñez en toda su extensión, es una experiencia que deja un rastro más allá de la retina. La pregunta dónde resulta más que apropiada ya que el ojo, entendido por todo aquello que influye en la percepción, es la obsesión que articula la sólida trayectoria de la artista desde que fue seleccionada en 1992 en la convocatoria Circuitos. La búsqueda de la identidad, la multiplicidad de resultados en ese proceso de lectura entre el ojo y el cerebro, dibujan una fina línea poética que juega con la alteridad como pregunta, pero también como provocación, arriesgándose a dejarse caer en todos los posibles caminos del yo sin que la amenaza de distorsión actúe como bloqueo. El cuerpo como ciborg, el abandono de la carne hacia un universo que se mueve en el territorio de la ciencia ficción, de lo posthumano, ahí donde la percepción expandida rompe las certezas repetitivas e indistintas de la sociedad de masas. La transición funciona como motor de cambio, las modificaciones dejan de ser entendidas como prótesis para convertirse en el elemento desencadenante de algo totalmente nuevo. En la galería, una obra nueva -entre las más de 50 que componen la retrospectiva- preside la sala, una videoinstalación compuesta por seis monitores en la que el hombre de Vitruvio se presenta en una apariencia cercana a un monstruo al ser modificadas sus extremidades. La obra, que da título a la exposición, resume la parte esencial del trabajo de Marina Núñez. Es el principio del fin del hombre perfecto, el inicio de la modificación para buscar otro modelo, la fe en la capacidad transformadora de la mirada, el arte liberando al ojo de proporciones y cánones establecidos como perfectos dotándole de espacio para ser lo que quiera ser.

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