Nos gustan las contradicciones porque nos hacen humanos, dubitativos, permeables. Nos gusta la gente que no repite frases hechas, conceptos manidos, lugares comunes. Nos gustan las directoras que hacen películas que parecen hablar de otra época, pero nos están retratando a golpe de bisturí. Margarethe von Trotta nos cuenta el período en el que Hannah Arendt cubre los juicios de Eichmann para The New Yorker. Cuando el mundo necesitaba el mal como un enemigo contra el cual construirse, Hannah dijo lo que veía, que Eichmann no era un monstruo, no era perverso, no era sádico. Era espantosamente normal. Un escrupuloso burócrata que cumplía a la perfección con la legalidad vigente. Con su tesis de “La Banalidad del Mal”, esta prestigiosa intelectual, primera mujer en ser aceptada como profesora en Princeton, consiguió poner en contra a toda la sociedad de la época. Cabreó mucho a Israel y sobre todo a Estados Unidos. Sufrió una violenta campaña mediática en su contra y estuvo a punto de perder el empleo. Lo curioso es que alguien capaz de poner todo en juego en favor de la honestidad, mantenía una relación con Heidegger, filósofo con filias nazis. Y entonces volvemos a las contradicciones que nos hacen humanos, dubitativos, permeables. Y pensamos que quizá, las mentes más brillantes, sean las más contradictorias. Es posible que Hannah Arendt no dejase su relación con Heidegger porque no pudiese evitarlo, o quizás, porque no le daba la gana.
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Por Editora Madrid en LIFE HACK
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